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DOS CAPITULOS DEL LIBRO:
CAPITULO -00-
"Era de noche, y, sin embargo, llovía".
No parecía el momento más adecuado para recordar aquella frase absurda. Circulaba por una carretera sinuosa y estrecha bajo una lluvia torrencial, con fuerte aparato eléctrico. Los rayos y truenos hacía un rato que lo acompañaban. Por si fuera poco, el faro derecho había dejado de funcionar, apenas veía el borde derecho de la carretera. Al salir de la última curva, la luz de un rayo le permitió comprobar que a su derecha no había nada, sólo el vacío de un barranco sin la más mínima protección, ningún arcén, ninguna distancia de seguridad ni mucho menos un guardarrail. Pensó que pararse aún sería peor porque con tan poca visibilidad algún otro coche podría embestirlo por detrás. Siguió avanzando reduciendo al máximo la velocidad y, después de una curva cerrada, la vio. Ahí estaba, parada en medio de la carretera. Entonces, todo sucedió en centésimas de segundo. Cuando iba a dar un volantazo hacia la izquierda, vio unas luces que venían de frente, un coche en sentido contrario. La única alternativa era frenar, aunque las posibilidades de evitar el impacto con el piso mojado eran casi nulas. Un fuerte chirrido de los frenos se añadió al chisporroteo constante de la lluvia, los neumáticos se marcaron en el asfalto y el coche se detuvo a un palmo de la mujer. No se había movido ni un centímetro, ni siquiera había pestañeado.
Salió como una flecha del coche.
– Por el amor de Dios, ¿está usted
loca? La podía haber matado. ¿Qué diablos hace usted sola aquí en medio de la
carre...?
Calló de repente horrorizado ante lo
que veía. El faro izquierdo iluminaba lo suficiente a la mujer para ver que su
larga y bella cabellera estaba totalmente ensangrentada. Cuando iba a
preguntarle qué le había pasado, la mujer giró la cabeza lentamente y lo miró
sin variar su mirada ausente. Su dulce voz sonó como música celestial en aquel
ambiente lúgubre:
– Por favor, vaya a salvar a mi hijo, ha quedado atrapado en el coche, al fondo del barranco.
Poco importaba que aquella mujer se estuviera desangrando, o que el coche quedara parado en medio de la carretera con la llave en el contacto y el motor en marcha. Al oír aquellas palabras, salió disparado como un resorte hacia el borde de la carretera. Miró hacia abajo, sin poder distinguir nada. De pronto, un rayo lo cegó, pero le permitió ver fugazmente el reflejo en una superficie metálica. Sin pensárselo dos veces, empezó a bajar por la ladera resbalando por el barro y agarrándose a los arbustos como podía. Más de una vez rodó por el suelo y más de dos veces soltó un grito de dolor al pincharse con los arbustos que continuamente laceraban su cuerpo. Una ligera camisa y unos pantalones veraniegos poco ayudaban a la protección de su piel.
Después de unos minutos por el penoso
camino, se paró para volver a localizar el vehículo. Esta vez el rayo cayó muy
cerca, el estruendo lo dejó aturdido y se apoyó en una roca cercana. A menos de
tres metros estaba el coche. ¿Qué era aquello? Sí, no había duda, entre el
crepitar de la lluvia, el ulular del viento y los truenos lejanos podía
distinguir claramente el llanto de un niño. “¡Gracias a Dios, la criatura al
menos está viva!”. Un último esfuerzo, más arañazos, dos resbalones y por fin
el coche a su alcance. El camino menos difícil llevaba al lado izquierdo del
coche. Un nuevo resplandor le hizo ver horrorizado que el techo estaba
totalmente aplastado en su parte delantera. Era evidente que el coche al
despeñarse había dado alguna vuelta de campana. Los llantos llegaban ahora
nítidamente a sus oídos, pero sólo podía ver con la luz ocasional de los rayos
y relámpagos. Palpó el lateral del coche, el cristal delantero estaba roto.
Gritó con todas sus fuerzas:
– ¿Hay alguien ahí? ¿Pueden oírme?
La única respuesta fueron los amargos sollozos del bebé. Otro destello y pudo ver la cabeza de un hombre apoyada sobre el volante. Su postura delataba claramente que ya no estaba en este mundo, pero aun así intentó meter el brazo para incorporarlo. El techo aplastado dejaba muy poco espacio, pero lo intentó. Un grito de dolor cruzó el aire al clavarse en el antebrazo un cristal roto que aún estaba anclado en la puerta. Se palpó el brazo y notó un líquido espeso: estaba sangrando. No importaba. Lo volvió a intentar con más cuidado, lo asió del hombro y lo tiró hacia atrás. Un oportuno rayo le hizo ver lo que desearía no haber visto: una cara totalmente desfigurada y un cráneo aplastado, que daba a aquel pobre hombre un aspecto monstruoso. A pesar del intenso dolor que sentía en el brazo, se agarró a lo que quedaba del marco de la puerta y saltó encima del capó. La superficie metálica mojada no le permitió estar allí mucho rato, resbaló y cayó hacia la parte delantera del coche, donde había abundancia de matorrales espinosos. Sintió como los pinchazos le acribillaban todo el cuerpo, y lanzó una maldición hacia todo lo que le vino a la cabeza.
Se levantó sobreponiéndose a los pinchazos y, poniendo un pie en el parachoques, se impulsó para agarrar el limpiaparabrisas. No lo consiguió, y volvió a deslizarse hacia los arbustos. Empezó a llorar de desesperación e impotencia, pero calló de pronto. No se había percatado hasta entonces, pero hacía un rato que no oía el llanto del bebé. Sacó fuerzas de flaqueza y, en un último esfuerzo, se estiró, agarró el limpiaparabrisas y saltó al otro lado. También allí estaba infestado de arbustos, pero ya le daba todo igual. Con gran alivio, oyó como el niño volvía a sollozar desconsoladamente. Intentó abrir la puerta, sin éxito.
Era un coche con cuatro puertas, intentaría entrar por la puerta trasera del lateral. Con un increíble alivio, observó que la puerta podía abrirse, pero la alegría duró poco. Apenas dejaba quince centímetros de espacio antes de atrancarse. Esta vez no pudo más. Toda la rabia acumulada afloró en décimas de segundo y empezó patear la puerta como un poseso. Primero con el empeine, luego con la base del pie. La puerta no tuvo más remedio que ceder ante las embestidas, y al fin le dejó espacio suficiente para poder entrar. Se sentó sin pensar en el asiento trasero, y pudo sentir en las nalgas los pinchazos de los cristales que ahí estaban depositados. Con un grito de dolor dio un salto y se golpeó la cabeza con el techo. Lanzó de nuevo una maldición y entonces su mano tocó una cara. Apartó con la mano los cristales del asiento, se sentó y palpó con cuidado aquella cara. Notó una respiración y humedad en sus manos.
Era, sin duda, una criatura, y estaba viva. Era la cara llena de lágrimas de un bebé. En aquel momento, entre el agotamiento y la expectación por la presencia de alguien a su lado, había dejado de llorar. El niño seguía atado a su silla, que había resistido toda la caída. Guiándose sólo por el tacto, desabrochó la cinta y lo cogió en brazos. El niño se aferró a su cuerpo para notar un poco de calor. En aquel momento, un rayo cayó a escasos metros del coche. El estruendo provocó que el crío volviera a llorar de nuevo, pero la luz iluminó el interior del coche y le permitió ver que en el asiento del acompañante había alguien. Volvió a dejar al niño con cuidado en la silla y se incorporó hacia delante. Le puso la mano en el cuello, no le notó el pulso. Quería asegurarse, le colocó la mano en el pecho. Era una mujer, y estaba muerta. Un nuevo rayo, sólo una centésima de segundo, pero fue suficiente para ver algo que lo dejó paralizado de terror.
Su pelo estaba ensangrentado. Tenía el cuello roto y estaba inclinada hacia la izquierda, justo en posición para que el hombre que había venido a salvar la vida de su hijo recibiera una mirada de agradecimiento. Era la misma mirada que lo había dirigido hacia el barranco en busca de su hijo.
“Amor de madre”, leyenda urbana
CAPITULO -14-
Llevaba ya tres días de viaje. Había
alquilado un “jeep” para recorrer más cómodamente aquel maravilloso y abrupto
país. En aquel momento estaba entrando en un pueblo, y un montón de niños se
acercaron al coche. Venía preparado, sacó su bolsa de lápices y empezó a
repartirlos. Les dijo en su lengua que vigilaran el coche y todos los críos se
quedaron al lado del todo-terreno.
Se dirigió hacia el centro del pueblo,
donde había un mercado. Le gustaban los contrastes, y admiraba la alegría de toda
aquella gente, a pesar de que vivían en la más absoluta miseria.
Como de costumbre, en el mercado
regateó los precios al máximo, consiguió un precioso jarrón decorado y un libro
escrito enteramente a mano. Estaba de lo más satisfecho con sus compras. Al
volver al coche regaló más lápices a los niños. Arrancó entre gritos y risas y
emprendió el camino hacia la ciudad donde residía. Se estaba alojando en el
hotel más lujoso, que en aquella ciudad significaba simplemente un hotel
decente. Llevaba cinco minutos de recorrido por el abrupto camino cuando divisó
a lo lejos otro “jeep” detenido. Había dos hombres nativos mirando los bajos
del coche y un hombre claramente extranjero sentado en el interior. Le habían
enseñado a desconfiar de las “averías” que se encontrara por aquellos caminos,
pero, al ver que el hombre del interior iba vestido con el mismo estilo que él,
decidió pararse cuando los nativos le hicieron señas.
Al bajar del coche le llenaron de
reverencias y le indicaron que mirara por los bajos.
Se agachó y miró. Cuando iba a girarse
para decirles que no veía nada anormal, notó una tela húmeda en la nariz y un
olor penetrante... perdió el mundo de vista.
Horas más tarde, abrió los ojos
pesadamente. Al enfocar la vista le pareció ver la vetusta lámpara de la
habitación de su hotel. De pronto empezó a recordar. El camino, el jeep
detenido, aquel olor penetrante... lo habían dormido. Pero, ¿qué hacía ahora en
el hotel? Miró el reloj. Habían pasado unas ocho horas desde que saliera de
aquel pueblo. Se incorporó, notó un fuerte mareo y volvió a acostarse. Así
estuvo diez minutos más hasta que decidió levantarse. Bajó a recepción y el
recepcionista lo recibió con una sonrisa.
– Vaya, ¿mejor se encuentra ya?
–hablaba la lengua de su huésped de un modo peculiar.
– ¿Qué me ha pasado?
– ¿No lo recuerda? Se ve que tomó usted
algo que le sentó no muy bien. Un señor muy amable le trajo en el “jeep” de
usted. Luego vino un médico y dijo que sólo necesitaba descanso, que en sí
volvería en pocas horas.
– ¿Me trajo en mi “jeep”?
– Sí, señor, ahí fuera está, en el
aparcamiento.
Estaba todavía muy aturdido para pensar
con propiedad. No entendía nada, era evidente que la versión que le acababa de
dar el recepcionista no tenía nada que ver con la realidad. Decidió subir a
ducharse para intentar despejarse.
– Gracias, voy arriba a ducharme... Por
cierto, ¿quién era el hombre que me trajo?
– No idea, señor, nunca había visto a
él antes. Eso sí, de su continente parecía y muy educado y caballero era.
– Ya... bien, gracias.
Se desnudó poco a poco, aún estaba
aturdido y sus movimientos eran sumamente lentos. Iba a entrar en la ducha
cuando notó unos leves pinchazos en la parte trasera inferior de su cuerpo, a
la izquierda. Se tocó y notó un bulto. ¿Qué era aquello? Se acercó al espejo y
se giró. A pesar de que el espejo estaba muy desgastado, pudo ver, sin lugar a
dudas, una larga cicatriz en el costado izquierdo. Horrorizado, llamó a la
embajada de su país y pidió urgentemente un médico. Fue llevado en ambulancia
al mejor hospital que había en aquella zona, situado a 200 kilómetros de
distancia. El médico le confirmó lo que se temía:
– Lo siento, amigo. Le han extirpado un riñón. Probablemente se trate de una banda internacional de tráfico ilegal de órganos.
Sandra
Sarkt enarcó las cejas con perplejidad, no se esperaba encontrar la leyenda del
riñón robado en aquella revista de medicina. Casi tan famosa como “La chica de
la curva”. Aunque a ella siempre se la habían explicado de otra manera: un
hombre borracho que es secuestrado en una discoteca o en la calle y luego
devuelto al mismo sitio anestesiado y con un riñón menos.
–
¡Hola, Sandra!
–
Hombre, hola, ¿cómo estás?
–
¿Puedo sentarme contigo?
–
Sí, claro, justo ahora empezaba, como ves… los macarrones hoy están de muerte.
–
Vaya, nunca acierto, hoy he escogido la ensalada… ¿interesante lectura?
–
Pues mira, estaba leyendo aquí la leyenda esa del tipo al que le extirpan un
riñón…
–
Ah, sí, la conozco… bueno, supongo que estas historias siempre tienen su parte
de verdad… seguramente alguna vez se han hecho trasplantes ilegales en contra
de la voluntad del donante… o por dinero.
–
Ya, supongo – siguió Sandra mientras miraba cómo su colega se sentaba. Estaban
en el restaurante del hospital, ambos habían tenido una mañana bastante
tranquila – Y también se dice que se venden cadáveres para aprovechar todos sus
órganos, buf.
–
Y hasta bandas de médicos dedicadas a ello, sí, ¿no has visto nunca alguna
seria policiaca con esta historia?
–
Sí, claro…
– Pero hay
otras historias médicas que sí son leyendas imposibles, ¿sabes la de la
tijereta?
–
¿La tijereta?
–
Sí, esos bichos que tienen como unos ganchos en forma de tijera – Sandra
asintió –. Se dice que a un tipo le entró por una oreja mientras dormía y le
salió por la otra, atravesando el cerebro.
–
Aaaaggg, que dices… bueno, podría ser posible si saliera y entrara por los
orificios de la nariz por el camino – ambos rieron.
–
Y cuando fue al médico, le dijo que además había dejado una fila de huevos en
el interior – más risas –. Oye, pues la ensalada también está muy buena…
recuerdo que en un hospital donde hice prácticas se decía que los enfermos que
iban a morir les visitaba una anciana vestida de negro… ya te imaginas a todo
el personal poniendo caras cuando veían por los pasillos a una pobre vieja
vestida de negro– ambos rieron, siguió Sandra:
–
Pues hace un tiempo salió un libro sobre un doctor que podía saber si el
paciente iba a morir sólo con tocarle la mano, no recuerdo el autor ahora
mismo. Lo bueno es que, según contaba, recibió cartas de médicos que le decían
que ¡eso les pasaba a ellos!
–
Mmm, bueno, no sé, hay cosas que parecen inexplicables y al final la ciencia da
una explicación… somos átomos, energía, ondas… la telepatía claro que puede
ser, si las neuronas tienen electricidad pueden transmitir ondas…
–
Sí, claro, pero a veces estas cosas dan como un poco de miedo, ¿no?
–
Mira, ahora recuerdo un caso en mi familia. Una tía-abuela que tuvo ocho hijos.
Durante el primer embarazo, como ocurre con muchas mujeres, le aparecieron
varices en las piernas, que, lógicamente, desaparecieron después del parto.
Curiosamente, en ninguno de los siete embarazos posteriores volvieron a
aparecer. –Bebió un poco de agua y prosiguió–. Muchos años más tarde, al hijo
mayor le diagnosticaron un melanoma incurable, y cuando su madre conoció el
fatal desenlace que tendría lugar, las varices volvieron a aparecer. Y al morir
su hijo, desaparecieron.
–
Vaya, ¡qué fuerte!
– ¿Podríamos decir, doctora Sarkt,
que el cuerpo de la mujer asoció el proceso de nacimiento de su hijo al proceso
de su muerte?
– Hombre, no es una explicación muy
científica, ¿no?
– Eso mismo, la versión que me
explicó una de sus nueras era muy simple. Me la contó un día cuando le pregunté
sobre el asunto. Me dijo que, simplemente, en el primer embarazo su suegra tuvo
una flebitis que en los otros embarazos se controlaron. Y luego, durante los
últimos meses de vida de su hijo, las muchas horas pasadas en vela de pie para
atenderlo y la tensión acumulada le provocaron nuevamente la aparición de
varices. ¿Con qué explicación te quedas?
– Hombre, ¿tú que crees?
–respondió Sandra sonriendo ampliamente. Miro la bandeja de su colega antes de
decir–. Veo que has cogido pollo de segundo como yo…
– Sí, normalmente está bueno… no
me apetecía nada comer pescado hoy…
– Pues está bueno también. – Después
del primer bocado, Sandra pasó una hoja de la revista, y vio un artículo sobre
un departamento de urgencias–. ¡Uy, mira, un artículo sobre urgencias! ¿Qué te
juegas a que nos explica los objetos que han encontrado en culos y vaginas?
– Jajajaja… ¡cómo eres!
– Pues mira, aquí lo tienes… un
vibrador dentro de una vagina… y en el ano un frasco de desodorante, pequeñas
bombillas, pepinos, tubos de ensayo, nabos, zanahorias, bolígrafos…
– ¿Botellines de whisky no pone?
– Mmm, no, eso no –rio Sandra.
– ¿Y la chica que llega con una
botella colgando porque se la ha metido en la vagina y se ha hecho el vacío?
– Nooooo… bueno, el resto del artículo veo que está bastante bien, ya me lo leeré después con calma.
– Y luego están las cosas que la
gente ha comido… en un hospital en que trabajé… no recuerdo cuál era ahora
mismo… bueno, da igual, me dijeron que llegó una señora intoxicada ¡con
supositorios! ¡Se los comía!
– Jaja, a mí me contaron de una
mujer que protestó indignada por quedar embarazada a pesar de poner cada mañana
crema espermicida en las tostadas.
– Aaag, vamos a dejarlo, que
estamos comiendo, a ver el pollo…
– ¿Y la chica que llega con un
empacho de semen? –continuó Sandra sin piedad–. Se lo hace a un equipo de
fútbol entero… vale, vale, ya paro –Sandra lo miró viendo cómo daba un buen
bocado al pollo–. ¿Has estado alguna vez en urgencias?
– Sí, de prácticas, muy fuerte, en
seguida vi que no era lo mío, demasiada adrenalina.
– Tampoco para mí, improvisar no
es lo mío, necesito prepararme bien las cosas.
– Sí, ya me han dicho que eres muy
buena.
– Bueno, bueno… –Sandra tuvo la
sensación que enrojecía como una colegiala. Afortunadamente él no insistió y
volvió a las leyendas–.
– Hay otras historias sobre
urgencias divertidas… a ver si recuerdo alguna… ¡ah, sí! Llega un tipo con un
fuerte golpe en la cabeza, la nariz rota y un rasguño en el pene, ¿qué ha
pasado? –Sandra arqueó las cejas esperando la respuesta–. Pues resulta que
estaba por la casa desnudo y en el fregadero de la cocina había una fuga de
agua. Se agachó para mirarlo y su gato, al ver el pene balanceándose, le pegó
un zarpazo. Del susto levantó la cabeza y se dio con el fregadero, y luego a
los camilleros les da un ataque de risa cuando se lo explican y se cae al
suelo.
– ¡Qué imaginación! –rio Sandra–.
¿No había una de un tío que se quemaba los testículos en el wáter?
– Ah, sí, muy famosa también, se
va a fumar un pitillo al lavabo y tira la cerilla dentro del wáter cuando está
sentado… resulta que poco antes la mujer ha tirado lejía y sale una llamarada. –volvieron
a reír los dos, mientras él apartaba el plato de pollo y cogía el yogurt–. Y
había otra de una chica que esquiando se para para mear, pero con el pipí los
esquíes empiezan a moverse y se quema todo el culo al frotar un buen rato con
la nieve.
– Buf, ¡qué daño!... –siguió
Sandra después de sonreír sacudiendo la cabeza–. ¿Y las enganchadas? ¿Las
parejas que llegan enganchadas a urgencias porque cuando estaban trincando
llega la pareja de uno de ellos y del susto la mujer hace aquello del “penis
captivus”? Supongo lo estudiaste en la carrera, ¿no?
– Me suena, sí, pero bueno, nunca
he vivido un caso así… ¿tú sí?
– No, hombre… lo que sí me
explicaron que había pasado aquí es que llegó una pareja de adolescentes
enganchados por los “brackets” de los dientes.
– ¡Qué dices! Eso sí que nunca lo
había oído, ¿y los desengancharon?
– Supongo… –Sandra sonrió y volvió a
bajar la vista para mirar la revista, leyó un titular curioso. –Fíjate, un
hombre rechaza la mano trasplantada ¡por un tema psicológico! No soportaba ver
cada día una mano que no era suya.
–
Buf, ya puede ser, ya… ¡vaya decepción para los que lo operaron! –en
aquel momento vio como un hombre con muchos kilos de más se sentaba en una de
las mesas del restaurante y recordó otra historia–
¿Y sabes la del tío gordo que se disloca una vértebra en el coche estando
encima de su amante? Los bomberos tienen que aserrar el techo para sacarlo con
una grúa… y a la chica no se le ocurre nada mejor que decir “¿Y ahora cómo le
explico a mi marido lo que le ha pasado al coche?”
Sandra
estalló en una sonora carcajada que provocó que muchas personas del restaurante
se giraran.
– ¿Pero de dónde sacas tantas
historias? Es buenísima…
– Bueno, entre enfermeros y
enfermeras es normal comentarlas, ¿no lo hacéis entre médicos?
– No, claro, somos gente más seria
–Sandra le dio un toque arrogante a la frase junto a una amplia sonrisa–.
Hablando de gordura, ¿sabes la de la chica que se come larvas de solitaria para
que crezcan en sus intestinos y así adelgazar?
– Sí, esa la conocía…
– ¿Alguna más?
– Mmm, pues no sé, a ver… bueno,
pero no son tan extrañas, del tipo leyendas. Son reales y no las he olvidado.
Cuando estuve en urgencias, una vez un accidentado de moto me dijo que una
paloma había chocado contra su cabeza y le había desequilibrado, y otro tío que
llegó con una nariz rota porque había chocado con una farola… mirando a una
chica.
– ¿Pero en serio te pasó esto? ¿Y
lo reconoció el tío sin más, “mire usted, iba mirando una chica por la calle y
me di con una farola”?
– Sí, sí, te lo prometo… ahora que
veo ese niño disfrazado en la tele… llegan los de emergencias a una casa donde
no paran de oírse gritos de auxilio de una mujer, y se la encuentran atada a la cama con un hombre encima conmocionado y
disfrazado de “Superman”. Se ve que el tío la quería impresionar con un
fantástico salto y se dio contra el cabezal de la cama… vaya, veo que ésta no
te ha gustado…
– Hombre, comparado con las otras…
– Mmm, sí… –el yogurt llegaba a su
fin, pero aún le vino otra a la cabeza–. En los países donde la sanidad es de
pago siempre se cuenta esta historia como lección, supongo que la conoces. Llega un accidentado muy grave, pero, como va indocumentado,
no quieren atenderle. Una enfermera que pasa por allí, al ver la situación,
llama al director del hospital que baja inmediatamente, pero llega tarde porque
el enfermo ha muerto. Resulta que es su hijo…
– Buf, pues no, no la había oído
nunca. Es fuerte, pero está bien.
– Uy,
Sandra, me voy, que empiezo en dos minutos.
– Vale, hasta luego.
Sandra
lo siguió con la mirada hasta que cruzó la puerta del comedor, luego se quedó
con la mirada perdida mientras repasaba mentalmente la operación que iba a
realizar una hora después.
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